Hubo café, pero esta vez de las nueve, hora en que la noche era ya dueña y señora del resto de la jornada de este domingo.
Nada escandaloso, pero no quería dejar el domingo sin un par de horas de aroma de café y buena lectura. Si bien esta vez la lectura se complementó con la lectura de pie. Fue la lectura del pie que se asomaba en la mesa del lado. Semidesnudo, tan sólo cubierto por una cinta de tela con el que se mantenía sujeto a la zapatilla. Tan limpio, tan perfecto, moreno y delgado. Fue algo erótico y hasta pornográfico (la verdad es que aún no descubro la diferencia). Nunca he aprendido a leer la mano, pero hoy aprendí a leer el pie. A leer cada dedo, el empeine, la subida hacia el tobillo, el color de las uñas. Hasta podría adivinar su olor y sabor. A partir de ese remanso de piel desnuda podía beber sus movimientos, su cadencia, cómo se exponía desvergonzado y sin pudor.
Yo volteaba a ver mis pies, tan cubiertos, tan escondidos y tan lejanos de aquel pie de mujer que se balanceaba al ritmo de la risa, los silencios y las palabras de su poseedora. Miraba cómo mis pies callados se mantenían ajenos, reprimidos, excitados y erotizados (qué bien que mis pies eran ajenos a mí) y se estiraban en vano intento de alcanzar la desnudez altenera de aquella extremidad.
Al final me quedé con mis pies calzados en los que me subí y me alejé, quizás por una vida, quizás por siempre, de aquel trocito de edén que me ha quitado el sueño, como ni aún el café lo ha logrado...
Nada escandaloso, pero no quería dejar el domingo sin un par de horas de aroma de café y buena lectura. Si bien esta vez la lectura se complementó con la lectura de pie. Fue la lectura del pie que se asomaba en la mesa del lado. Semidesnudo, tan sólo cubierto por una cinta de tela con el que se mantenía sujeto a la zapatilla. Tan limpio, tan perfecto, moreno y delgado. Fue algo erótico y hasta pornográfico (la verdad es que aún no descubro la diferencia). Nunca he aprendido a leer la mano, pero hoy aprendí a leer el pie. A leer cada dedo, el empeine, la subida hacia el tobillo, el color de las uñas. Hasta podría adivinar su olor y sabor. A partir de ese remanso de piel desnuda podía beber sus movimientos, su cadencia, cómo se exponía desvergonzado y sin pudor.
Yo volteaba a ver mis pies, tan cubiertos, tan escondidos y tan lejanos de aquel pie de mujer que se balanceaba al ritmo de la risa, los silencios y las palabras de su poseedora. Miraba cómo mis pies callados se mantenían ajenos, reprimidos, excitados y erotizados (qué bien que mis pies eran ajenos a mí) y se estiraban en vano intento de alcanzar la desnudez altenera de aquella extremidad.
Al final me quedé con mis pies calzados en los que me subí y me alejé, quizás por una vida, quizás por siempre, de aquel trocito de edén que me ha quitado el sueño, como ni aún el café lo ha logrado...
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